La segunda temporada de “Los 80“, la joya dramática de Canal 13 que ya muchos, justificadamente, consideran de los mayores logros alcanzados por la televisión chilena en varios años, no sólo ha vuelto a pulsar la tecla de la cotidianeidad y de la vida misma, exquisitamente cercana y auténtica, de una familia de clase media en plena década de Los Prisioneros, los peinados con brushing y los toques de queda, sino que ahora nos ha sorprendido con un nuevo elemento, mucho más radical y desbordante: el hasta ahora inconfesado amor entre Claudia (Loreto Aravena), la hija mayor de los Herrera, y Gabriel (Mario Horton), un estudiante de medicina de oscura vida y comportamiento enigmático, quien del extremo más absoluto del abanico político imperante termina sorprendiendo con la postura precisamente opuesta.
No deja de ser paradójico que la mínima y en ocasiones casi imperceptible participación de Gabriel en esta segunda temporada de la serie, interpretado con el tono exacto que se requiere por el actor Mario Horton, haya generado una suerte de terremoto de interpretaciones, suspicacias, dudas y todo tipo de teorías sobre sus motivaciones y su verdadera identidad. Una breve frase, una mirada huidiza, un gesto desconcertante en apenas un par de minutos de un capítulo de casi dos horas han bastado para provocar segundas lecturas y una cierta “ansiedad televisiva”, al menos entre quienes siguen y viven como en carne propia la serie desde sus inicios.
Dicha ansiedad se ha generado principalmente por el lazo, en apariencia sentimental, que se ha formado entre él y Claudia. Un lazo difícil de explicar y de describir; un lazo sin nombre, sin rostro, sin compromiso, sin historia en común y enfrentado a diferencias de vida y de principios irreconciliables, más allá de que ambos compartan la misma vereda política. Ese mezcla extraña de belleza y melancolía que tiñe la relación de Claudia y Gabriel nos invita a la sutileza de los diálogos sin palabras, a los sentimientos latentes, a la complicidad que genera la sola presencia del otro. Acostumbrados -o mal acostumbrados- como estamos a la obviedad de la televisión actual, a la escena de amor abierta, evidente y brutalmente despojada de matices, pues los pequeños gestos, los silencios, el mensaje jamás dicho pero igualmente entendido son un regalo para el alma. El amor a veces se oculta en aquello que no siempre se demuestra y la agresividad televisiva del nuevo siglo hace rato que nos estaba privando de ello.
A un capítulo de finalizar la segunda temporada y con una tercera ya confirmada, nadie sabe cuál será el destino de Claudia y Gabriel. Especialmente de este último, cuya dramática y radical opción de vida no hace imposible pensar que desaparezca de escena para siempre, sin despedirse y sin dejar rastro, lo que acercaría la historia de amor entre ambos al más puro y desgarradoramente hermoso clásico literario. Al menos nos queda un último capítulo y una nueva temporada completa para descubrirlo, siempre y cuando los guionistas estimen que un personaje curiosamente tan menor y al mismo tiempo tan provocador merezca continuar.